23 de noviembre de 2004

Por un euro electrónico

El dinero físico desaparecerá del mismo modo en el que el papel condenó al metal a un papel secundario, a la calderilla. Desde hace casi tres décadas, el dinero digital está ganando terreno y parece inevitable que en el futuro, dentro de pocos años, la gran mayoría de las transacciones económicas se realicen mediante sistemas electrónicos: con la tarjeta, el teléfono móvil o con un chip implantado bajo la epidermis. Quién sabe cuál será la tecnología pero seguro que ya no será el viejo papel moneda.

Para entonces, si no hacemos nada para evitarlo, toda la economía del planeta pagará un impuesto privado a Visa, Mastercard, American Express y demás compañías del ramo casi con cada compra. La mayor tasa que soportaremos los europeos será privada e irá a las arcas de la banca estadounidense. Será un impuesto totalmente irracional, opuesto a toda lógica fiscal. Pero no hay que esperar al futuro, ya está pasando. En la actualidad los grandes almacenes, cuando no emiten su propia tarjeta, pagan porcentajes por debajo del 2%, con cada compra.

Un pequeño comercio, por el contrario, tributa a las empresas del dinero plástico un 8%. Una tienda de Internet, mientras tanto, llega a pagar el 16% del importe y, a cambio, tampoco recibe una garantía de que cobrará si la operación es fraudulenta –como pasa demasiadas veces–. Los consumidores no somos conscientes de estas tasas porque las soportamos de forma indirecta. Pero, sin duda, repercuten sobre nuestro bolsillo. Somos todos los que las pagamos.

No hay cifras disponibles sobre cuánto recauda la banca gracias a este impuesto sobre la moneda. En el caso de los restaurantes, la comisión de la tarjeta es igual al IVA que se paga al estado: 8%. Pero lo más preocupante es que los sistemas de pago han conseguido un poder similar al de los propios ministerios de economía. Al decidir qué sectores pagan más o menos por sus servicios, tienen la capacidad de redistribuir los recursos y primar a unos en detrimento de otros en función de sus propios intereses. Así, el gran problema del comercio electrónico no es la poca confianza de los consumidores en la Red: es la falta de sistemas de pago fáciles de usar y que no supongan una comisión excesiva. Por otra parte, ese porcentaje del 16% que hoy cobra el dinero plástico a las tiendas de Internet muestra hasta que punto abusivo son capaces de llegar cuando están solos, cuando el dinero público no puede competir, como es el caso de la Red.

El futuro puede ser ése: el oligopolio del dinero privado que hoy sufre Internet. ¿Qué pasaría si los avances en reproducción gráfica digital aumentasen el número y la calidad de las falsificaciones hasta provocar que los consumidores abandonasen el dinero en papel por falta de confianza? En algunos países, sobre todo en América Latina, ya está pasando, un fenómeno que se refuerza por el riesgo que supone en muchas ciudades cargar con dinero en efectivo. Allí, donde el dinero electrónico es casi la única opción, las comisiones de las tarjetas son aún mayores.

Es cierto que el dinero electrónico muchas veces da más servicios que el mero pago. No es lo mismo una tarjeta de débito, que sólo conlleva un intercambio de bits sin ningún servicio financiero adicional, que una de crédito, donde la entidad emisora financia la compra, arriesga su dinero y cobra a cambio de la ventaja del pago aplazado. En el segundo caso la comisión está perfectamente justificada. En el primero también son innegables sus ventajas sobre el engorro del dinero físico y existe un coste de servicio. Pero, ¿por qué no es un servicio público?

No es la primera vez que nos enfrentamos a esta misma situación. El papel moneda fue también un invento de la banca privada, que encontró en esta tecnología una magnífica manera de evitar riesgos y sobrepeso a los viajeros. Los primeros fueron los bancos privados chinos, en el siglo IX. El papel moneda lo emitían los banqueros con el respaldo del Estado durante la dinastía Tang. La dinastía Song transformó después este sistema de intercambio en un monopolio estatal sin comisiones. En Europa, la historia es casi idéntica. El primer papel moneda nació desde la banca privada –los comerciantes venecianos y los templarios fueron los pioneros– hasta que los estados nación asumieron esa función con la creación de los bancos centrales.

Los avances tecnológicos permiten hoy desarrollar un buen sistema de pago electrónico público por poco más de lo que ya se gasta en fabricar un papel moneda fiable y difícil de falsificar. El Banco Central Europeo tiene los medios para hacerlo realidad. Debe hacerlo. Una alternativa pública, que no cobre comisiones, es la única forma de garantizar que el dinero del futuro no sea un oligopolio privado. Pero no sólo es una buena idea desde el punto de vista de consumidores y comerciantes. Un euro electrónico también consolidaría nuestra moneda como la divisa del futuro y desarrollaría el comercio electrónico y la sociedad de la información mucho más que mil campañas publicitarias. Nadie mejor que Europa, la primera potencia comercial del planeta, para hacerlo.

No hay que prohibir el dinero plástico. Hay sitio para otras formas de pago privadas del mismo modo en que los billetes no entran en contradicción con los cheques. Los detalles técnicos acerca de cómo desarrollar esta idea son para los especialistas, a los que invito a sumarse a este debate. Hay muchas cosas por hablar, como qué modelo sería el más adecuado: el dinero electrónico anónimo, que garantice la privacidad, o el perfectamente reglado, que acabe con el fraude fiscal y la economía sumergida. Este artículo sólo pretende abrir una discusión que hoy no existe. No se trata de nacionalizar la banca. Hay que evitar la privatización de la moneda.


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